miércoles, 14 de abril de 2010

La poética del deseo o la estética impura


Por: Roberto Echevarría Marín


En El deseo forastero, el poeta Abdiel Echevarría Cabán forja una poética transgresora que exalta la sensualidad y la sexualidad como puntal de una mirada desestabilizadora contrapuesta al centrípeto código moral de los ámbitos de poder. A tenor con el filósofo ruso Mijaíl Bajtín, lo centrípeto compele a la unicidad, a lo monofónico. Esta nueva entrega del escritor, por el contrario, exuda polifonía, celebra la diferencia, a la vez que escenifica las experiencias, sensaciones y deseos del cuerpo, espacio proscrito por una coalición fundamentalista de políticos y religiosos, quienes desplazan la atención del mundo sobre las urgencias naturales de la carne, mientras tratan de encubrir las urgencias del capital, artífice de la más flagrante inmoralidad que existe en el planeta – la explotación del hombre por el hombre.

En el poema homónimo, el deseo proviene del exterior, concreción cronotópica del yo en el que se suscita la ambigüedad del sujeto poético y la proverbial lucha entre Eros y Tanatos. Eros, según lo define Freud, acciona energías que recalan en los afectos, cuyos objetos comprenden desde la pareja sexual hasta la inmortalidad. Tanatos, por otro lado, compele hacia la destrucción de todo lo que existe. Las implicaciones existenciales de esta lucha reverberan en los sujetos poéticos que nos interpelan en esta obra. Así por ejemplo, conmueve saber que los alientos que infunden los requiebros de la carne pueden desvanecerse, lo que se prefigura con la contundencia sensorial “de un muelle en ruinas…/a punto del/desplome”. (“Desplome”)

Esta línea devela una particularidad lírica de este libro. La complejidad de las experiencias, los gestos y los artefactos cotidianos se representan por medio de una dicción sencilla. Lo superfluidad de los vocablos de que dispone el poeta, lo inocuo inherente a lo común queda desmentido por las ramificaciones semánticas de las imágenes. La inminencia del colapso del atracadero, por ejemplo, representa el paso del tiempo, lo evanescencia de lo material, las límites de la voluntad humana y los ardores y las aflicciones que nos causan los objetos del placer.

Más aún, estas palabras encausan una relación dialógica del poeta con una variedad de interlocutores que van desde Soren Kierkegaard hasta Platón, desde el Kant del imperativo categórico hasta el Herbert Marcuse, crítico del hombre unidimensional.

Consumar el deseo no siempre conduce al Nirvana. En ocasiones sólo concreta lo fugacidad, la imposibilidad de retener el cuerpo que desperezó el deseo. El amor laborioso, meticuloso, emprendido con la intensidad con que Miguel Ángel cinceló a su David, habrá de dar margen a una dialéctica de la finitud, final previsible para “…un cuerpo/tatuado/ para el olvido…” (“Desplome”)

La finitud se manifiesta sobre todo lo natural, destruye la ilusión al comprobar que todas las cosas conllevan su alpha y su omega. La temporalidad actúa en todo caso para proclamar nuestras fronteras ontológicas, discontinuidad del ser que en gran medida define los sujetos poéticos del poemario, lo que imparte densidad humana, inserción genuina en la cadena inacabada de interlocución con nuestros congéneres.

Lo que afana, lo que afiebra, lo que trastoca puede tornarse en irrealizable o extinto, como lo refiere la voz lirica de “Aprendimos”: “Aprendimos a columpiarnos/como las aves del viento…/y el deseo nos abandonó/justo en la frontera…” Asimismo se reitera la fluidez de los apetitos en la siguiente frase sugerente: “…y el deseo/retorna entumecido, /ralo, como decantado/por el peso de la gravedad…”

En esta estupenda frase, el sujeto poético imparte densidad a los apetitos de la voluntad. Denota el desgaste de lo que tal vez estremeció el fuero interno de su objeto. Ese recurso lírico nos permite ver el desplazamiento del deseo y el embate inclemente de las fuerzas naturales, avasalladores cataclismos del alma que oscilan, según confirman distintos hablantes de este provocativo trabajo, desde el desamor hasta la desmemoria. Esta representación contraviene la esencia del pensamiento platónico por cuando lo abstracto deviene en corporeidad. Sin embargo, la imagen engrana con la visión terrenal del maestro de Aristóteles, por cuanto la corporeidad del deseo supura máculas y disolución.

En la concepción Freudiana, Eros despunta por su tenacidad; este hálito de voluntad disipa el sopor al que inducen los discursos hegemónicos y la socialización, movimiento telúrico de la psiquis que amenaza con desperezar nuestros sentidos, mordaz fluido que parodia la futilidad del afán represor en “Epicentro”: “…saber/ que el deseo/ha huido/a ninguna parte, que no escucha/sino el eco/de su epicentro…”

En “La anemia del silencio”, se contrapone el silencio a las voces que poblan lo humano. Si la palabra es un acto, como afirman los semióticos, nada más natural que ésta sea indispensable para mantener vivo los momentos y los espacios libidinales, como lo describe el poeta en la siguiente alegoría: “…La salvación renuncia a lamernos las entrañas/y al borde del orgasmo/rogamos por una parábola nueva”.

El poeta sitúa al cuerpo como sujeto, acto poético transgresor, que inclusive enfoca la mirada hacia el asunto tabú del homoerotismo. O como dice Herbert Marcuse: “…la liberación de un cuerpo reprimido, que actúa como instrumento de trabajo y de diversión en una sociedad que está organizada contra su liberación”.

El acto apalabrado, implica reiteradamente el poeta, desarticula al silencio, afirma la presencia del ser, así como todo su carácter lúdico y libidinal. Se concreta así la reapropiación de la potestad por cuanto las instancias de poder no pueden monopolizar el discurso sobre los azares del deseo, el cauce irrestricto de la piel, la polaridad avasallante de dos cuerpos que rebasan los imaginarios de la impostura moral de occidente. Que los saberes de la carne sólo se alcanzan mediante la dialéctica de la piel. O como dice Michel Foucault: “En el arte erótico, la verdad surge del placer mismo…”[1] Por supuesto, el conocimiento autoriza este discurso. Así lo enuncia el yo poético de

“¿Quién no tiene para amar olor a desvelo?”: “¿Quién no ha sido la razón de fuga de un cuerpo/y la sombra de su pecho reluciente/con la marca extensa de saliva, /como eco de ausencia?”[2]

Estos poemas enaltecen la diferencia, a la vez que implican que lo tangible configura el toque de piedra de la humanidad, expresión irrefutable de humanidad, estrella del norte en la que relucen nuestros llantos y nuestras carcajadas, que no se puede vivir sin vocear las inclemencias del deseo, las locuras de la pasión, que fue la pasión de Tomas Moro por su verdad lo que lo condujo al cadalso, que fue la pasión por el reposo lo que indujo al Buda a descubrir y develar la verdad fatal: “Mil amores, mil dolores”. Por lo que en “Fotografía”, la voz lirica nos insta, con respecto a la memoria, a dejarla “…caer sobre la arena y que la gravedad/le imprima el principio de lo cierto…”[3]

Una de las voces líricas dialoga con la burguesía. En esa interacción desestabiliza las implicaciones tradicionales de la palabra “deseo”, sustantivo amenazador que divulga nuestras inclinaciones a explorar otros cuerpos, a entrelazar otras manos, a desentumecer el placer, a decantar nuestros sentidos a plenitud. El placer proclama un ámbito de libertad, cataliza un discurso y unas prácticas contestarias, devela los límites del poder. Así en “Para limpiar un nombre”: “A Emma Bovary-no la mató el deseo/la mató el cianuro/y tal vez las deudas…”[4]

La poética de esta obra consta de representaciones centrífugas, las que proponen definiciones dialógicas sobre el amor, la sexualidad, la libertad, la vida y las preferencias sexuales de los seres humanos, entre otros asuntos. En esta conversación “inacabada”, al decir de Bajtín, en este espacio literario en el cual confluyen la imaginación, los sentidos, el intelecto y la sensibilidad, el deseo humano proclama su ubicuidad por cuanto “toda actividad humana”, dice el filósofo francés Gaston Bachelard, “lo provoca el deseo”, o como afirma Bertrand Russell, “el deseo es la esencia del hombre”.

Si el acto y la médula de lo que somos remite al deseo, Abdiel Echevarría Cabán en El deseo forastero nos insta a salir del closet y a confrontar nuestros demonios, proposición desestabilizadora que configura una poética que, en palabras de Marcuse, “…cancela las formas represivas…encaminadas a la explotación del trabajo y el ocio…”


[1] Foucault, Michel. The History of Sexuality. Translated by Robert Hurley. New York: Random House, 1990, pág. 57.

[2] Echevarria Caban, Abdiel. El deseo forastero. Editorial Identidad, Aguadilla, 2010, pág. 31.

[3] Ibid, pág. 34.

[4] Ibid, pag. 40.

2 comentarios:

funilo dijo...

Una vez más emocionado por tus detalles de apoyo y amistad, acordándote de mi y recordando al mundo la labor de tan grande artista como es Abdiel Echevarría. Esperando novedades tuyas y vuestras, un abrazo

funilo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.